martes, 14 de abril de 2009

La literatura al servicio de los valores, o cómo conjurar el peligro de la literatura


La literatura infantil y la moral: viejas conocidas

Existe un libro interesantísimo de Mark Twain (1835-1910) reeditado por el Fondo de Cultura Económica de México: Historia de un niñito bueno. Historia de un niñito malo
(Link a la sección Reseñas de Libros de este número). El libro cuenta dos historias: la de Jacob Blivens, un pequeño que se esfuerza por cumplir con el modelo de niño bueno que leía en los libros de la escuela dominical, pero a quien nada le funcionó como en los libros y terminó muerto con su cuerpo hecho pedazos por una explosión; y la de Jim, un niño malo a quien a diferencia de los niños malos de los libros, todo le salía muy bien. Al crecer Jim se hizo rico, y obtuvo un puesto en la Cámara Legislativa.
La ironía desenfadada de Mark Twain no hace sino denunciar humorísticamente la hipocresía, la estafa, de una literatura para niños didáctica y moralizante. El abismo entre ese mundo ideal presentado a los niños y las verdaderas reglas con las que se rige la sociedad adulta. Gianni Rodari refiriéndose al mismo tema, lo sitúa además en su dimensión histórica y política:
"La literatura infantil, en sus inicios, sierva de la pedagogía y de la didáctica, se dirigía al niño escolar —que ya es un niño artificial—, de uniforme, mesurable según criterios meramente escolares basados en el rendimiento, en la conducta, en la capacidad de adecuarse al modelo escolar. Entre los siglos XVII y XVIII nacen las primeras escuelas populares, fruto último de las revoluciones democráticas y de la industrialización. Hacen falta libros para esas escuelas; libros para 'los hijos del pueblo'. Les enseñarán las virtudes indispensables para las clases subordinadas; la obediencia, la laboriosidad, la frugalidad, el ahorro. La literatura infantil es uno de los vehículos de la ideología de las clases dominantes."
El acervo de la literatura infantil se constituyó a partir de las adaptaciones populares de textos de la literatura adulta: literatura de cordel, literatura de buhoneros, la Biblioteca Azul... , así como de los relatos de la tradición oral, a la que se sumó a mediados del siglo XIX una literatura de autor destinada a los niños, con nombres como Lewis Carroll, Hans Christian Andersen
, Carlo Collodi.
"Sobre toda esta ficción vieja y nueva, la pedagogía ha ejercido durante el siglo XVIII, XIX y buena parte del XX, estrecha vigilancia. Interviene de diferentes maneras: a veces censurando, pero otras veces canonizando o descanonizando, desaconsejando o recomendando. Ya se sabe o se cree saber en el siglo XVIII y en adelante, cómo es el niño; de manera que se pude pontificar acerca de cuáles son las cosas que puede, debe o no debe leer y qué formas son las apropiadas para leer. Aparece la idea de lo formativo, la lectura provechosa. Esto, por supuesto, perdura."
En Argentina, en una fecha que podríamos situar alrededor del año 1983, a partir de la reinstauración de la democracia y el fin de una etapa de oscurantismo, censura y brutal represión en el ámbito intelectual y cultural del que la literatura para chicos no estuvo ajena; en nuestro país un grupo de autores, editores, especialistas, bibliotecarios, maestros y otros agentes del campo de la literatura infantil dieron lugar a un importante cambio en lo que a la producción y difusión de libros para chicos respecta. El conjunto de la literatura infantil de esta nueva etapa democrática reaccionó contra una literatura anterior moralista e instrumental; una literatura funcional a la dictadura militar en el poder.
María Adelia Diaz Rönner, en su libro Cara y cruz de la literatura infantil , editado en esos años de efervescencia innovadora por Libros del Quirquincho, habla de las intrusiones o perturbaciones que otras disciplinas provocan en el tratamiento de lo literario infantil. Entre estas intrusiones Díaz Rönner destaca "la moralización de las moralidades" :
"Un rumbo oblicuo toma nuestra peculiar literatura infantil cuando se la mira desde sus utilidades o servicios morales o moralizadores. (…) El discurso didáctico que apunta hacia la moral o la moraleja engendra verdaderos desconsuelos, ya que desbarata el placer por el texto literario –en su grado de gratuidad y trasgresión permanentes- para los incipientes lectores. Los educadores, padres o docentes, tergiversan a menudo la dirección plural de los textos para consumarlos en una zona unitaria de moralización. (…) lo literario se subordina a la ejemplificación de pautas consagradas que tienden peligrosamente a homogeneizar las conductas sociales desde la infancia. O, sencillamente, sugieren que se las acate sin ninguna crítica."
La pregunta que queda por hacernos es si hoy, año 2006 (veintitrés años después), esta instrumentalización moralista de la literatura es etapa superada. Coincido con Ricardo Mariño
He hablado de la realidad argentina, porque es la que más conozco, pero no sería acertado circunscribir la moralización de la literatura infantil y juvenil en el siglo XXI a nuestro país. El discurso de los valores, como bien lo prueban publicaciones especializadas extranjeras, y por supuesto textos y colecciones, trasciende las fronteras.
Más que "restos" de una moral vigente, existe toda una producción pensada a priori con el fin de enseñar al niño o al joven a entender el mundo y a sí mismo desde un ideal oficial en una sociedad "democrática". Libros creados para enseñar a ser tolerantes, a no discriminar, a resolver los conflictos dialogando, a cuidar el medio ambiente, a vivir en paz... Libros que se ocupan de problemáticas sociales como el sida, la pobreza, la delincuencia, la anorexia… Libros a la carta, hechos a medida, listos para cualquier necesidad didáctica de transmisión de "contenidos transversales" a los niños-alumnos. Y también, y sobre todo, un modo de lectura, un tutelaje pedagógico moralizante sobre la totalidad de la literatura destinada a los chicos.
La literatura y los modos de lectura
Utilizar la literatura para la transmisión de un mensaje (no importa de qué tinte ideológico estemos hablando), no sería otra cosa que valerse de un instrumento sofisticado para convencer al lector acerca de alguna verdad dada. En el caso que nos ocupa (el de una verdad de tipo moral) de lo que se trata es además de exhortar al lector a actuar de una manera determinada. No estamos lejos por lo tanto de la función propia de la publicidad, la propaganda, el panfleto o el sermón.
Cuando el texto literario es utilizado con un fin básicamente de comunicación de un contenido predeterminado (presente en el texto de manera explícita o inducido a partir de una lectura direccionada por parte del mediador) el emisor del mensaje (el autor, el mediador) posee un proyecto sobre el destinatario; y sus decisiones (en el texto, o en la situación de lectura) estarán destinadas a asegurarse la eficacia de la transmisión de dicho contenido. Todo esto en desmedro de la plurisignificación del texto, y de la libertad del lector de encontrar otros significados más allá del "oficialmente válido".
Podemos afirmar, como lo hace Jorge Larrosa en relación a la novela pedagógica, que el carácter pedagógico de un texto literario, es un efecto de lectura más que una característica intrínseca a los textos (si bien muchos libros son escritos para favorecer su lectura pedagógica). Toda ficción, todo relato, puede leerse desde la búsqueda de una enseñanza, un mensaje que supuestamente el autor ha depositado en el texto para ser develada por los lectores. Todo texto literario, por lo tanto, puede ser leído alegóricamente, como si se tratase de una parábola bíblica. La búsqueda de un mensaje moral en los textos literarios sería entonces ante todo una modalidad de lectura.
El discurso de los valores, es decir, el de la moral consensuada en nuestra sociedad, se apropia de la literatura con el fin de transmitir con eficacia sus contenidos. Para ello se selecciona el texto según criterios morales, que nada tienen que ver con lo literario, se establece un modo "legítimo y único" de relación con el texto, se controla que esa relación responda al proyecto de transmisión del mensaje, finalmente se evalúa el logro de dicha transmisión.
Para el éxito de una lectura pedagógica es necesario reducir las posibilidades de significación del texto a un único sentido válido y predeterminado. Para lograr esto o bien el mediador se asegura de que el texto contenga de forma lo más evidente posible el mensaje a transmitir, o bien tutela la lectura de modo tal que se imponga el sentido "correcto".
Es claro que este modo de lectura favorece la selección de textos en función de su no ambigüedad en el mensaje, y ofrece a los niños/jóvenes lectores los textos ya interpretados y comentados, ya leídos, bien digeridos de antemano. De lo que se trata es de imponer la lectura única y "oficialmente" legitimada. De evitar todo relativismo de la interpretación del texto, especialmente en lo que atañe a la moral. Pero si más allá de las precauciones tomadas en la selección del texto, aún persisten posibilidades de otras lecturas (que siempre las hay), allí está el "lector-experto" autorizado (el docente, el padre, el bibliotecario…) con sus enunciados interpretativos para controlar que la lectura nunca desborde lo que ha sido previsto de antemano según el objetivo pedagógico.
Este modo de lectura pedagógico dogmático puede, por supuesto, aplicarse a toda la literatura, sin embargo encuentra su medio ideal en la literatura producida para un destinatario infantil.
Maite Alvarado y Elena Massat definen a la literatura infantil en la intersección de un mensaje estético, literario, y un mensaje que ellas denominan apelativo (aquel que se vincula a lo pedagógico y didáctico) en contradicción con el primero. Esta dimensión apelativa, señalan las autoras, puede oscurecer y hasta inhibir la función estética.
En el campo de los libros para chicos sucede lo que hoy, principios del siglo XXI, resulta impensable en el campo de la literatura adulta: la intromisión desenfadada y a cara descubierta de contenidos morales en las distintas instancias del encuentro entre los lectores y la literatura.
"Literatura y didáctica moral son incompatibles. Pensemos, sólo por un momento, en cuál sería la reacción de un Calvino, de un Gore Vidal, si se les sugiriera una "transversalización" moralizante en sus textos.
¿Por qué, entonces, aquello que cualquiera juzgaría inconcebible en el área adulta de la literatura es tan fácilmente aceptado cuando se trata de niños lectores?"
Ahora bien, si lo que nos interesa como mediadores es ofrecer a los chicos literatura, abrir espacios de verdadera lectura literaria, y no otra cosa; debemos indudablemente pensar en otros modos de acercamiento a los textos.
La literatura (como el arte en general) es plurisignificativa, es ambigua, inaprensible en sus posibilidades de significación. La selección de los textos debe por lo tanto privilegiar esta plurisignificatividad, favorecer esta libertad y apertura en la interpretación del lector. Y aún más allá del texto, se vuelve necesario pensar en situaciones de lectura ajenas al control sobre los significados. Se trata de una actitud de escucha en el encuentro con los textos y los lectores. Un espacio abierto al despliegue de todas las lecturas posibles. Se trata del respeto hacia las interpretaciones múltiples, libres, salvajes, herejes… Una escucha atenta hacia la lectura de los otros (no importa la edad que tengan).
Todo lo contrario de una lectura "certera" para interpretar la realidad, una lectura que propenda a la univocidad de los significados "verdaderos y legítimos" según quien escribe o media entre los textos y el lector infantil/juvenil.
Pensemos entonces en una modalidad de lectura que otorgue libertad y oxígeno a los lectores en sus innumerables posibilidades de recorrido del texto; libertad y oxígeno para los textos literarios en sus plurales posibilidades de significación.
Los peligros de la lectura literaria
"¿Por qué la soledad del lector o de la lectora frente al texto inspiró temor en todas las épocas? Por supuesto, existen miedos relativos al contenido de los libros, del que todo tipo de 'iniciadores' pretenden 'proteger' al lector. Subsiste hoy todavía, más a menudo de lo que suponemos, el temor de que el libro instale en nosotros algo pernicioso, algo sedicioso. O que sea recibido de manera extraviada, incontrolable, que alguien encuentre en él algo distinto de lo conveniente. Pero más aún que el contenido de los libros, lo que da miedo, me parece, es el gesto mismo de la lectura, que constituye un desapego, una forma de desviarse. Los lectores y las lectoras irritan porque no se puede ejercer mucho ascendiente sobre ellos, porque se escapan. Son como traidores o desertores…"
La literatura es ambigua, y lo es también, y sobre todo, desde el punto de vista moral. Como lo dice el "Prefacio" de Oscar Wilde, quien sufrió en carne propia los efectos de la censura moral de su época: la literatura escapa a la moral, la literatura es amoral. De allí que toda lectura, o control moral sobre la literatura supone una forma de censura. Desde la censura brutal, como la quema de libros durante los regímenes dictatoriales, a la censura "doméstica" en la selección de textos bajo criterios morales, o en la coerción lectora para la búsqueda del mensaje de turno.
Si la literatura nos habla del mundo y nos transforma, no lo hace transmitiéndonos formas ya digeridas de cómo ver el mundo y cómo actuar en él. No es su función decirnos cómo debemos pensar y actuar según formas canonizadas, instituidas, oficiales de pensamiento y acción. Para la literatura el mundo no es algo de lo que ya todo se sabe, y por lo tanto nada más se necesita que repetir lo ya dicho. Los textos literarios, y su lectura libre, como sucede con la recepción del arte en general, nos movilizan para la búsqueda de personales, impredecibles recorridos para la comprensión del mundo y de nosotros mismos. Si leemos en libertad los textos, complejos, ambiguos, inabarcables de la literatura, nos preparamos para al mismo tiempo leer en libertad la realidad compleja, ambigua, inabarcable, ¿absurda, incompresible? que nos rodea.
La literatura, y en esto se parece mucho a los niños, es peligrosa porque perturba las formas cristalizadas que nos damos (que nos dan) para interpretar la realidad.
"El poeta es un restaurador de la infancia en el proceso mismo en que, convertido en niño, renueva la mirada y abre lo que ha sido suprimido y olvidado como posibilidad de experiencia."
La literatura es peligrosa porque actúa sobre los lectores justamente en sentido contrario que cualquier modalidad de transmisión de un "deber ser" consensuado socialmente. La literatura es búsqueda y descubrimiento de significados, y no reproducción pasiva de verdades digeridas por otros. Como el juego, como el arte en general, la literatura es gratuita, inútil, indomesticable.
cuando señala que actualmente hay algo más que "restos" de esa posición, ya que los contenidos moralizantes fueron reemplazados por textos destinados a difundir modos de entender la realidad y sus conflictos desde una mirada "progre". Se trataría de contenidos más actuales, y por esta razón casi invisibles, que utilizando un término de moda podríamos llamar: "políticamente correctos" .
por Marcela Carranza
en IMAGINARIA. Revista quincenalsobre literatura infantil y juvenil.

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