¿Por qué desear Feliz Año Nuevo si hay tanta insatisfacción a nuestro alrededor? ¿Será feliz el próximo año para los afganos e iraquíes, y para los soldados estadounidenses a las órdenes de un presidente que califica de ‘justas’ las guerras genocidas de ocupación? ¿Serán felices los niños africanos reducidos a esqueletos de ojos perplejos por la tortura del hambre? ¿Seremos todos felices conscientes de los fracasos de Copenhague que salvan la lucratividad y comprometen la sustentabilidad?
¿Qué es la felicidad? Aristóteles afirmó que es el bien mayor que todos anhelamos. Y mi colega Tomás de Aquino señaló: aunque fuera la práctica del mal. De Hitler a la madre Teresa de Calcuta, todos buscan la propia felicidad en todo lo que hacen.
La diferencia reside en la ecuación egoísmo/altruismo. Hitler pensaba en sus hediondas ambiciones de poder; la madre Teresa en la felicidad de aquellos que Frantz Fanon denominó “condenados de la Tierra”.
La felicidad, el bien más ambicionado, no figura en las ofertas del mercado. No se la puede comprar, hay que conquistarla. La publicidad se empeña en convencernos de que ella es el resultado de la suma de placeres. Para Roland Barthes, el placer es “la gran aventura del deseo”.
Estimulado por la propaganda, nuestro deseo se encamina hacia los objetos de consumo. Vestir de esta marca, poseer aquel carro, vivir en este condominio de lujo -dice la publicidad- nos hará felices.
Desear Feliz Año Nuevo es esperar que el otro sea feliz. ¿Y desear que también haga felices a los demás? El terrateniente que no tiene asistencia médicohospitalaria para sus peones pero que gasta una fortuna en veterinarios para sus rebaños, ¿espera que el prójimo tenga también un Feliz Año Nuevo?
A contrapelo del consumismo, Jung le daba la razón a san Juan de la Cruz: el deseo sí busca la felicidad, la “vida en plenitud” manifestada por Jesús, pero ella no se encuentra en los bienes finitos ofrecidos por el mercado. Como enfatizaba el profesor Milton Santos, se halla en los bienes infinitos.
El arte de la verdadera felicidad consiste en canalizar el deseo hacia dentro de sí y, a partir de la subjetividad impregnada de valores, imprimir sentido a la existencia. Así se consigue ser feliz incluso cuando hay sufrimiento. Se trata de una aventura espiritual. Ser capaz de descubrir las varias capas que encubren nuestro ego.
Pero al sumergirnos en las oscuras sendas de la vida interior, guiados por la fe y/o por la meditación, tropezamos en nuestras emociones, sobre todo en aquellas que afectan a nuestra razón: somos ofensivos con quien amamos, rudos con quien nos trata con delicadeza, egoístas con quien es generoso con nosotros, prepotentes con quien nos acoge con solícita gratuidad.
Si logramos calar más a fondo, más allá de la razón egótica y de los sentimientos posesivos, nos aproximamos a la fuente de la felicidad, escondida tras el ego. Al recorrer los caminos profundos que nos conducen a ella, los momentos de alegría se transforman en estado de espíritu. Como en el amor.
Feliz Año Nuevo es, por tanto, un voto de emulación espiritual. Claro, muchas otras conquistas pueden darnos placer y una alegre sensación de victoria. Pero no son lo suficiente para hacernos felices. ¡Sería mejor un mundo sin miseria, desigualdad, degradación ambiental ni políticos corruptos!
Esta desgraciada realidad que nos circunda, y de la cual somos responsables por opción u omisión, se constituye en una clamorosa llamada para comprometernos en la búsqueda de “otro mundo posible”. Pero todavía no será el Feliz Año Nuevo.
El año será nuevo si, en nosotros y en nuestro ambiente, superamos el viejo. Y viejo es todo lo que ya no contribuye a hacer de la felicidad un derecho para todos. A la luz de un nuevo marco civilizatorio hay que superar el modelo productivista-consumista e introducir, en lugar del PIB, la FIB (Felicidad Interna Bruta), fundada en una economía solidaria.
Si lo nuevo se hace presencia en nuestra vida espiritual, entonces ciertamente tendremos, sin milagros o fórmulas mágicas, un Feliz Año Nuevo, a pesar de que el mundo siga siendo conflictivo: la crueldad, revestida de dulces principios; el odio, disfrazado de discurso amoroso.
La diferencia es que estaremos consientes de que, para tener un Feliz Año Nuevo, es necesario abrazar un proceso resurreccional: preñarse de sí mismo, alejarse de la parte defectuosa y dejar el pesimismo para días mejores. (Traducción de J.L.Burguet)
ALAI, América Latina en Movimiento
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