viernes, 9 de marzo de 2012

FLORECEN MIL FLORES, MIL ESCUELAS




Bajo ese título llegó la comunicación nuestra escuela ,casi a fines del año 2011, donde se nos informaba que la Escuela N 31° "República Oriental del Uruguay" habia sido seleccionada para ingresar al proyecto "Mil flores mil escuelas", el mismo consistía en la donación no solo de la pintura y elementos para pintar la escuela sinó en facilitarnos la mano de obra necesaria.
Y fue asi como inmediatamente nos pusimos a trabajar, especialmente nuestra directora y con mucha ansiedad por parte de todo el grupo docente, en lo que fue la selección de colores y elementos de trabajo para la futura obra.
Grande fue nuestra sorpresa cuando nos enteramos que los "pintores" pertenecian a un grupo de jovenes militantes de "La Campora", algunos de ellos vecinos de nuestra institución, que con mucha dedicacion, esmero y responsabilidad nos dedicaron casi dos semanas de pleno calor, robandole tiempo a su trabajo y horas de descanso para dejar impecable nuestra escuelita para el inicio del ciclo 2012.
En el dia de hoy, 9 de marzo del 2012, en un sencillo acto en el que nos acompañaron el Vocal del Consejo General de Educación, la Sra Directora Departamental de Escuelas, los jovenes militantes de La Campora, principales protagonistas y todos los alumnos junto a sus docentes se realizó la presentación de la obra ante el periodismo local y con mucha alegría se terminó de pintar un mural donde cada uno de los presentes estampamos nuestra mano y nombre como un compromiso por el derecho a la educación pública, gratuita, obligatoria y laica , no solo para nosotros los argentinos sino para toda los habitantes de America.
No queda más que agradecer profundamente esta vocación de servicio de los jovenes de nuestra ciudad y el compromiso politico por la educación de nuestros niños que demuestran estos jovenes ciudadanos quienes están en camino de ser en un futuro no muy lejano los referentes politicos de nuestra ciudad.



jueves, 8 de marzo de 2012

Penas encimadas

Voy a decirlo de entrada
para el que quiera entender:
Son penas muy encimadas
el ser pobre y ser mujer.

Trabaja toda la vida
apenas para comer.
Tiene las penas del pobre
y más las de ser mujer.

La rica tiene derechos,
la pobre tiene deber,
Ya es mucho sufrir por pobre
y encima por ser mujer.

Está tan desamparada
y es madre y padre a la vez.
Derechos, ni el de la queja,
por ser pobre y ser mujer.

Se hacen muchos discursos
sobre su heroísmo de ayer.
En el papel la respetan.
Pero sólo en el papel.

Y lo repito de nuevo
para el que quiera entender:
Son penas muy encimadas
el ser pobre y ser mujer.
Carmen Soler
(Poeta y revolucionaria paraguaya)

08 de marzo // Día Internacional de la Mujer


Asociación Gremial del Magisterio de Entre Ríos

Feminicidio: lo que todavía hace falta

En nuestro país sucede prácticamente a diario: una mujer muere

víctima de la violencia de género. Con mayor precisión: cada

día y medio, en Argentina, una mujer es asesinada por un hombre,

casi siempre, un hombre de su entorno más cercano.

En Entre Ríos el drama es el mismo. Nuestra provincia ocupa el

cuarto lugar entre las jurisdicciones con más cantidad de casos

de mujeres muertas por violencia de género: fueron 37 las asesinadas

entre 2007 y 2011, y en este 2012 ya se cuentan 5.

A nivel mundial, la violencia de género se ha convertido en la

principal causa de muerte de las mujeres de entre 15 y 45 años.

La persistencia y crecimiento del feminicidio sólo se explica por

todo una serie de silencios, omisiones y complicidades.

El silencio que queda al desnudo cuando –frente a la muerte-

escuchamos que “el vecino oía”, “los amigos sabían”,

“el médico lo había notado”, pero nadie decía nada.

Las omisiones de las instituciones que podrían trabajar

en la prevención, como los centros de salud, las escuelas,

hospitales, juntas de Gobierno, municipios, y tantas otras,

todas bajo la coordinación de una política

de Estado que aborde el tema en toda su complejidad.

Las complicidades que ocurren cuando en una comisaría no se

toman las denuncias de mujeres maltratadas, cuando los juzgados

no dan respuesta, cuando la justicia no castiga los delitos contra

las mujeres y entonces la impunidad multiplica los casos.

El movimiento feminista acuñó el término feminicidio, hoy extendido

y aceptado en cada vez más países, para nombrar los crímenes

y desapariciones de mujeres que suceden en condiciones históricas

y prácticas sociales que permiten atentados contra la integridad, la salud,

las libertades y la vida de las mujeres.

Feminicidio es, en ese sentido, un término político, porque enfrenta

la falsa creencia sobre la inevitabilidad de la violencia,

coloca a la violencia de género como un grave problema social

y desmiente aquellos conceptos que denominan “drama pasional”

al asesinato de una mujer o “delito de índole privada” a la violación

Hablar de feminicidio es advertir que lo que se enfrenta no es un delito

privado, individual. Es, por el contrario, denunciar un flagelo social, que no

reconoce diferencias de clases sociales, ni edades, ni niveles de formación.

Y es, al mismo tiempo, reclamar políticas de Estado que impliquen

cubrir vacíos legales, que prioricen la prevención y, fundamentalmente,

extiendanlas redes de contención que todavía son insuficientes

Bastante se ha avanzado. Es justo reconocerlo, porque el avance

es producto de luchas históricas y actuales de mujeres

que, en sus distintas formas de organizarse, han podido denunciar

la opresión de género y crear una conciencia crítica sobre la

condición de las mujeres.

Pero la violencia de género persiste.

Hay mucho por hacer desde la prevención. Prevenir implica, en

primer lugar, hablar del tema para desnaturalizar el círculo de la

violencia. En esta línea, el sistema educativo y los medios de

comunicación tienen mucho para aportar.

También la contención necesita refuerzos. Para una mujer víctima

de la violencia de género, su casa es el lugar más inseguro,

por eso el reclamo de las organizaciones que trabajan con mujeres

y niños en situación de violencia de más hogares de tránsito,

subsidios para mujeres que deja un hogar en el que son sometidas,

entre otros apoyos necesarios.

En Entre Ríos los casos de feminicidio de los últimos años han

llamado la atención sobre todo aquello que hace falta y lo que

puede estar fallando. La dispersión de las organizaciones que

se ocupan del tema, la falta de coordinación entre organismos

del Estado; la ausencia de capacitación permanente de docentes,

enfermeros, policías, personal de los juzgados y hospitales;

la conformación de equipos de asistencia y prevención en toda la

provincia. En suma, una política de Estado, integral, multidisciplinaria,

sostenida en el tiempo, que convoque y sume en participación

activa, a quienes desde hace décadas vienen trabajando

para erradicar la violencia de género en todas sus formas.

El feminicidio en números

ENTRE RIOS

2008 13 muertes

2009 6 muertes

2010 11 muertes

2011 7 muertes

2012 5 muertes

FUENTE; Red de alerta en Entre Ríos

EN EL PAIS

Durante el 2011 los feminicidios aumentarn un 10 por ciento

282 mujeres fueron víctimas de a violencia de género en todo el país

En 2010 : 260 muertes

En el 2009 las muertes sumaron 231

Datos del Observatorio de Femicidios “Adriana Marisel Zambrano”

Para la mayor parte de ellas el asesino fue su pareja y en segundo

Lugar sus exmaridos o amantes

En el 2011, solo en un año, 212 chicos quedaron huérfanos en

Argentina; los hijos de las mujeres asesinadas por su condición de género

Asociación Gremial del MJustificar a ambos ladosagisterio de Entre Ríos

Secretaría de Derechos Humanos, Capacitación Sindical y Perfeccionamiento docente

miércoles, 14 de diciembre de 2011

NO SOY LO QUE ESPERABAS DE MI

Padres e hijos de los Kafka a los Simpson

A partir de la célebre Carta que Franz Kafka le escribió a su padre, el autor comenta la relación padre-hijo, en las primeras décadas del siglo XX y en el siglo XXI: “El hijo no puede darse a conocer y el padre, cuanto más cree conocerlo, más lo desconoce. Pocos amantes permanecen tan cerca e inalcanzables uno para el otro”.

Por Marcelo Percia *

Franz Kafka nació en Praga en 1883, en la atmósfera cultural de una minoría judía de lengua alemana; murió de tuberculosis en 1924. A los treinta y seis años le escribió una carta a su padre, de sesenta y siete. Los tiempos de Kafka eran los de Freud: los tiempos de los hijos que sufren por los ideales frustrados de sus padres. El padre europeo de la pequeña burguesía del siglo XIX es un señor feudal menoscabado, que sólo gobierna su pequeña familia y su mínimo negocio, mientras protege y espera satisfacciones de los suyos. Si al siervo no le pertenecen las tierras ni los frutos de su trabajo, al niño de la familia pequeñoburguesa no le pertenecen sus pasiones: está obligado a tributar su futuro. La crianza es una experiencia de endeudamiento. La herencia pequeñoburguesa es sutil transferencia de identificaciones. Una especie de feudalismo emocional. El padre pregunta desconcertado: “¿A quién saliste así?”. El hijo admite: “No soy lo que esperabas de mí”. El padre sufre como si le violaran una caja de seguridad. Extraña culpa la del desencanto. Walter Benjamin observó que “en las extrañas familias de Kafka, el padre vive del hijo y pesa sobre él como un enorme parásito”. La Carta al padre de Kafka relata esa sumisión histórica en tiempos del amor. El problema de la familia fue, desde sus comienzos, el poder del padre enquistado como deuda de amor. Pero nuestros tiempos ya no son los del amor al padre como deuda moral, sino como perplejidad compartida de un desencuentro civilizatorio.

Carta al padre está más cerca de Edipo que de Homero Simpson: si Edipo, como padre, es un joven heroico y protector que toma como esposa a una pobre reina viuda –que resulta luego ser su propia madre–, Simpson es un padre frágil adoptado por una mujer complaciente como si fuera su niño grande. La Carta de Kafka comienza así: “Querido Padre: Una vez me preguntaste por qué afirmaba yo que te temía. Como de costumbre, no supe qué contestarte, en parte precisamente por ese miedo que me infundes y en parte porque en el fundamento de ese miedo intervienen muchos detalles, demasiados para que pueda coordinarlos medianamente en una conversación”.

Si el padre de Kafka causa miedo, el padre de Bart, risa. Homero es la caricatura sin autoridad del padre temido. No representa al superyó freudiano, sino al yo pequeño del hombre norteamericano sometido al mundo del consumo. Un tipo fanático y mezquino que asume una crueldad con la misma racionalidad que una buena acción. Un empleado irresponsable en la planta nuclear de Springfield que se llena de televisión, cervezas, hamburguesas o cualquier cosa que ha de comer con voracidad. Suele dar estos consejos al hijo: “Nunca digas nada a menos que estés seguro de que todos los demás piensen lo mismo”. “Dale justo en las partes nobles. Ese movimiento ha sido marca de los Simpson por generaciones”. Marge, su esposa, le pregunta: “¿Estás cuidando a los niños?”. “Sí, por supuesto”, asegura, mirando la tele mientras los chicos se tiran por la ventana. Ya en La familia, Lacan pensaba en el debilitamiento y declinación social de la figura del padre.

Carta al padre puede leerse como reclamo a un hombre rudo, como queja por una vida familiar ingrata, como desahogo de un temeroso, como protesta de un escritor que desea liberarse de la culpa que siente por ser diferente al que debería ser. El destino de una carta es el de la palabra: no alcanza a suprimir la distancia. “Es sabido (o casi) que el padre de Kafka no leyó la carta”, escribe Carlos Correas (Kafka y su padre. Leviatán. Buenos Aires, 2004).

El malentendido (o el sobreentendido, que es el malentendido exitoso) es la figura de la proximidad amorosa. La palabra del hijo tartamudea, el miedo inmoviliza su lengua, no termina de decir lo que quiere decir, ni de explicar lo que le pasa ni de declarar los sentimientos plegados en sus dolores. El hijo no puede darse a conocer y el padre, cuanto más cree conocerlo, más lo desconoce. Pocos amantes permanecen tan cerca e inalcanzables uno para el otro.

Correas relata que Oscar Masotta le dio la Carta de Kafka a su propio padre, un empleado bancario, para hacerse comprender: “Claro, el entendimiento buscado (soñado) por Oscar era que su padre gozosamente lo mantuviera para que él gozosamente cumpliera su obra”. Masotta quiere que su padre entienda, leyendo la Carta, que debería liberarlo de la obligación de trabajar en algo que no sea leer y escribir. El amor es un entendimiento soñado, pero el padre y el hijo no tienen el mismo sueño. Masotta espera que su padre valore la obra que todavía no tiene. Asistimos a la escena del hijo escritor post-Kafka: demanda que el padre se sacrifique por él como prueba de que su obra es posible. El sacrificio del padre por la obra del hijo es uno de los mitos fundadores de la clase media intelectual argentina.

Después de Kafka, los hijos del siglo XX, cada tanto, asumen una posición mesiánica: vienen a componer un mal, a limpiar una culpa, a liberar una potencia, a realizar una obra que mejore el mundo. Asumen la misión de salvar a los padres de la vida que tienen. (En 1903, M’hijo el dotor, de Florencio Sánchez, es una figura rioplatense del mesianismo familiar de las primeras décadas del siglo XX.) Otras veces, la obra del hijo impugna el mundo del padre, que es la historia social habitada por esa pequeña biografía que envejece. Tener un hijo, después de Kafka, es poner en cuestión la propia vida y ser padre es ofrecerse a ese cuestionamiento. Carta al padre suele leerse como protesta dolorida ante la autoridad paterna o como confesión de un hijo avergonzado por sus debilidades; el texto de Kafka atraviesa ambas posiciones sin encallar en esos lugares. Escriben Deleuze y Guattari (Kafka. Para una literatura menor, Editora Nacional, Madrid, 2002): “El problema con el padre no es cómo volverse libre en relación con él (problema edípico), sino cómo encontrar un camino donde él no lo encontró. La hipótesis de una inocencia común, de una angustia común del padre y del hijo es, por lo tanto, la peor de todas: el padre aparece en ella como un hombre que tuvo que renunciar a su propio deseo y a su propia fe (...) y que conmina al hijo a someterse sólo porque él mismo se sometió al orden dominante en una situación que aparentemente no tenía salida. (...) En suma, no es Edipo el que produce la neurosis, es la neurosis –es decir, el deseo ya sometido y que busca comunicar su propia sumisión– la que produce a Edipo”. Para Deleuze y Guattari, en Carta al padre no sólo se leen reclamos y acusaciones de un hijo que responsabiliza a su padre por el sentimiento de inseguridad en sí mismo que ha desarrollado, sino que se advierten tramas micropolíticas del deseo. El padre pretende algo peor que someter al hijo: propagar su propia sumisión.

Un hijo podría defenderse y hasta rebelarse ante un padre injusto y dominante, pero ¿qué hacer ante un padre que difunde tiernamente su propia derrota?, ¿cómo responde el hijo obligado al conformismo como prueba de gratitud?, ¿cómo se rehúsa al servilismo, sin traicionar ese amor? Ese rechazo pone a la vista la miserabilidad del padre, como si le dijera “no quiero tu vida”. El hijo no puede evitar ser cruel con quien tanto lo ama. El hijo suele decir al padre: “No quiero ser como vos”; como si temiera o rechazara la posibilidad de una identificación. Tal vez se trata de enunciar otra proposición: “No quiero el mundo que te hizo vivir así”.

La idea de encontrar una salida en donde el otro no la encontró plantea una tristeza de comienzo: el hijo viene al mundo para denunciar el encierro del padre. Tener un hijo no es precisamente tenerlo (como se tiene un auto o un dolor de muelas); tener un hijo es tener un testigo: dar lugar a otra conciencia que denuncia la mentira del convicto que pinta su estrecha celda como paraíso del deseo. La fantasía paranoica de los padres, en la literatura (Layo o el rey Basilio de La vida es sueño) puede leerse como súplica disfrazada de que el hijo desee lo que el padre tiene.

Escribe Kafka en la Carta, a propósito de los efectos terribles de la ira del padre en su infancia, que el sentimiento de culpa del niño “ha sido reemplazado por nuestro mutuo desamparo”. El rechazo del mundo del padre, su sometimiento, no es triunfo sobre su vida ni gesto de superioridad. Tampoco es expresión de una rivalidad esencial, sino salida del dominio de lo instituido, a la vez que entrada en una intemperie compartida. Padre e hijo son dos edades de un mismo desamparo.

¿Por qué para el padre las preocupaciones del hijo son problemas menores comparados con los que él tuvo que enfrentar a su edad? Transcribe Kafka en la Carta estas expresiones de su padre: “Quisiera tener yo tus preocupaciones” o “No tengo una cabeza tan descansada”. Como si para el padre, los temores, inquietudes, angustias del hijo fueran bagatelas: cosas sin importancia. El problema se puede describir así: el padre necesita asegurarse, en la conciencia del hijo, del valor de su vida haciendo de su persona la medida de toda experiencia posible, pero uno de los efectos de esa supremacía comparativa es el sentimiento de nulidad de sí que inocula en el hijo. Escribe Kafka en la Carta: “Gracias a tu esfuerzo la situación había cambiado y ya no había oportunidad de sobresalir como lo habrías hecho tú (...) nuestra desventaja radica en que no podemos jactarnos de nuestras penurias, ni humillar a nadie con ellas”.

El mito del padre pequeñoburgués es el de un hombre de origen humilde que, tras padecer privaciones y soportar injusticias, se eleva con esfuerzo por sobre su condición inicial, para poder más que su propio padre y darle a su hijo lo que él no tuvo. La construcción familiar nacida con el capitalismo es conservadora: si el padre es la medida de la experiencia posible, la necesaria transformación del mundo social queda inmovilizada.

Una media sucia

El teatro familiar es un espacio de exageración emocional. Cosas mínimas adquieren el valor y la trascendencia de asuntos épicos: el terror nocturno del hijo, la enuresis de la niña, la negativa a tomar la sopa, el capricho de llevar una media sucia al jardín, el dolor de que el amiguito no quiera venir a jugar a su casa, la obstinación de ponerse el dedo en la boca o comerse las uñas o tocarse el pelo o juntar las piernas en forma indebida. La experiencia familiar es la de la desmesura pasional: la amenaza de un castigo, una sentencia verbal, la preferencia injusta de un hermano, la observación de una fealdad física; cada cosa puede causar un sufrimiento mayor y requerir de conductas heroicas para sobrellevarlo. El dramatismo familiar hace olvidar que la vida pasional es aventura de un flujo social inabarcable.

Escribe Kafka en la Carta: “Así uno se convertía en un niño hosco, distraído, desobediente, que buscaba siempre una huida, especialmente una huida interior”. Kafka relata la invención de la interioridad como territorio propicio para una huida. La interioridad es su escondite: se oculta para tener una vida. La literatura es su secreto.

El psicoanálisis es un consuelo posible para una civilización que no sabe qué hacer con la experiencia interior. Suele compararse el desahogo del analizante con la confesión religiosa del pecador; es cierto, quizás, en lo que respecta a la caricatura moral que aproxima al psicoanalista con el confesor; pero no es lo mismo en cuanto al lugar de la interioridad: una interioridad sin dios es una soledad que pide ser relatada a un semejante. La existencia de dios aportaba el Otro imprescindible del mundo interior; dado que es condición de la interioridad ser dialógica y reflexiva.

Así describe Kafka, en su Carta, el ideal burgués de un padre en los últimos tiempos del imperio: “Casarse, fundar una familia, aceptar los hijos que lleguen, sostenerlos en este mundo inseguro y hasta conducirlos un poco es, en mi opinión, el máximo a lo que puede aspirar un hombre” (el final de ese ideal familiar es una crueldad histórica: las tres hermanas de Kafka (Gabrielle, Valery y Ottla, su favorita) fueron asesinadas en Auschwitz. Franz ya había muerto en 1924, Herman, su padre, en 1931, y Julie, su madre, en 1934. Padres e hijo están enterrados juntos en el nuevo cementerio judío de Praga; los restos de las hermanas, quemados en un gran incinerador. Sin embargo, esa razonable aspiración se le niega. Agrega más adelante: “En tal caso, ¿por qué no me casé entonces? Había, como siempre, algunos obstáculos, pero la vida consiste justamente en superar tales obstáculos. El obstáculo básico, independiente por desgracia de los casos en sí, es que, con toda evidencia, soy espiritualmente incapaz de casarme. Esto es ostensible por el hecho de que a partir del momento en que me decido a casarme ya no puedo dormir, la cabeza me arde de día y de noche, mi vida ya no es mi vida y, desesperado, me tambaleo de uno a otro lado”.

Esa decisión lo lleva hasta el límite de perder su vida (“mi vida ya no es mi vida”). Parece atrapado en una paradoja de amor: quiere salvar a su padre pareciéndosele, pero salvándolo se pierde a sí mismo.

Continúa enseguida: “Sin duda, el casamiento es un garantía para la más extrema autoliberación e independencia. Yo tendría una familia, lo más alto que en mi opinión puede lograrse, por lo tanto lo más alto que tú también has logrado; yo sería tu igual, y todas tus afrentas y tiranías antiguas y siempre renovadas ya sólo serían historia. Esto ciertamente resultaría un cuento de hadas, algo fantástico, pero en ello precisamente reside ya lo problemático. Es demasiado, tanto no puede conseguirse. Es como si uno estuviera prisionero, y no sólo tuviera el propósito de fugarse, cosa que tal vez sería factible, sino, además, al mismo tiempo, el propósito de reconstruir la prisión convirtiéndola en un fastuoso castillo para sí. Si huye, no podrá reconstruir y si reconstruye, no podrá fugarse”.

Kafka parece dispuesto a sacrificarse para no abandonar el mundo del padre. Presenta como fracaso personal su incapacidad para el matrimonio y la vida familiar. No denuncia del todo el encierro que, sin embargo, describe. No ostenta su salida, no exhibe su plan, no enrostra su partida. Kafka es un escritor que contempla la posibilidad de quemar su obra. (“Sólo soy literatura y no puedo ni quiero ser otra cosa”, escribe en su Diario.)

La disyuntiva instalada en la cultura, en gran parte del siglo XX psicoanalítico, tuvo esta forma: matar al padre para ocupar su lugar o salvarlo pareciéndosele o servirse de él para desprenderse del encierro materno. Tal vez se trata de dejar morir el mundo que lo somete. La paradoja del amor entre padre e hijo es que alcanzan máxima cercanía en el momento de la despedida. El hijo debe partir cuando el padre no puede seguir. La escena se ha visto en películas: dos hombres huyen unidos, uno de ellos está herido, el más joven lo carga sobre sus espaldas, pero el mayor no puede seguir ni siquiera así; entonces, consciente de su límite, pide que lo deje, el joven no acepta, insiste en transportarlo, pero el otro lo convence de que no puede más y se queda en un refugio, tal vez con un arma para resistir a los perseguidores o para matarse. El joven sigue, avanza desgarrado, solo, se adelanta hacia no sabe dónde. Acepta que el otro no puede acompañarlo. No lo abandona, parte sin él: marcha desamparado. Se escucha un disparo o muchos. Enseguida, silencio.

* Fragmentos del trabajo “Kafka, partidas del sentido”, incluido en Kafka: preindividual, impersonal, biopolítico, de M. Percia y otros autores (ed. La Cebra).


http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-182874-2011-12-14.html


lunes, 6 de junio de 2011

LA EXPERIENCIA Y SUS LENGUAJES


Conferencia:

Jorge Larrosa

Dpto. de Teoría e Historia de la Educación

Universidad de Barcelona

Algunas notas sobre la experiencia y sus lenguajes

Hace algún tiempo que vengo usando la palabra experiencia para tratar de operar con ella en el campo pedagógico, para explorar sus posibilidades en el campo pedagógico. Ustedes saben que la educación ha sido pensada, básicamente, desde dos puntos de vista: desde el par ciencia/tecnología y desde el par teoría/práctica. Para los positivistas, la educación es una ciencia aplicada. Para los así llamados críticos, la educación es una praxis reflexiva. Ustedes sin duda conocen esas discusiones que han monopolizado las últimas décadas. Unas discusiones que, por lo menos para mí, están agotadas.

Es decir, que tanto los científicos, los que se sitúan en el campo educativo desde la legitimidad de la ciencia, los que usan ese vocabulario de la eficacia, la evaluación, la calidad, los objetivos, los didactas, los psicopedagogos, los tecnólogos, los que construyen su legitimidad a partir de su cualidad de expertos, los que saben, los que se sitúan en posiciones de poder a través de posiciones de saber... tanto ellos como los críticos, los que se sitúan en el campo desde la legitimidad de la crítica, los que usan ese vocabulario de la reflexión sobre la práctica o en la práctica, los que consideran la educación como una práctica política encaminada a la realización de ciertos ideales como la libertad, la igualdad o la ciudadanía, los que critican la educación en tanto que produce sumisión y desigualdad, en tanto que destruye los vínculos sociales, los que se sitúan en posiciones de poder a través de convertirse en portavoces de esos ideales constantemente desmentidos, una y otra vez desengañados... para mí, y hablo en primera persona, tanto los positivistas como los críticos ya han pensado lo que tenían que pensar y ya han dicho lo que tenían que decir sobre la educación.

Lo que no significa que no continúen teniendo un lugar en el campo pedagógico. Los expertos,porque nos pueden ayudar a mejorar las prácticas. Los críticos porque sigue siendo necesario que la educación luche contra la miseria, contra la desigualdad, contra la violencia, contra la competitividad, contra el autoritarismo, porque es preciso mantener algunos ideales para que nuestra vida continúe teniendo sentido más allá de nuestra propia vida. Y la educación tiene que ver siempre con una vida que está más allá de nuestra propia vida, con un tiempo que está más allá de nuestro propio tiempo, con un mundo que está más allá de nuestro propio mundo... y como no nos gusta esta vida, ni este tiempo, ni este mundo, querríamos que los nuevos, los que vienen a la vida, al tiempo y al mundo, los que reciben de nosotros la vida, el tiempo y el mundo, los que vivirán una vida que no será la nuestra y en un tiempo que no será el nuestro y en un mundo que no será el nuestro, pero una vida, un tiempo y un mundo que, de alguna manera, nosotros les damos... querríamos que los nuevos pudiesen vivir una vida digna, un tiempo digno, un mundo en el que no dé vergüenza vivir.

Creo que tenemos que mejorar nuestros saberes y nuestras técnicas y creo también que tenemos que mantener permanentemente la crítica, que seguimos necesitando investigadores honestos y críticos honestos, que tenemos que seguir pronunciando el lenguaje del saber y el lenguaje de la crítica. Pero, independientemente de eso, al mismo tiempo, tengo la impresión de que tanto los positivistas como los críticos ya han dicho lo que tenían que decir y ya han pensado lo que tenían que pensar, aunque siga siendo importante seguir hablando, seguir pensando y seguir haciendo cosas en las líneas que ellos han abierto.

Si digo que ya han dicho lo que tenían que decir y ya han pensado lo que tenían que pensar es porque me parece que tanto sus vocabularios como sus gramáticas o sus esquemas de pensamiento están ya constituidos y fijados aunque, obviamente, aún sigan siendo capaces de enunciados

distintos y de ideas novedosas. Una gramática es una serie finita de reglas de constitución de enunciados susceptible de una productividad infinita. Un esquema de pensamiento es una serie finita de reglas de constitución de ideas, susceptible también de una productividad infinita. Pero cuando una gramática o un esquema de pensamiento están ya constituidos, cualquier cosa que se produzca en su interior da una sensación de “ya dicho”, de “ya pensado”, una sensación de que pisamos terreno conocido, de que podemos seguir hablando o pensando en su interior sin dificultades, sin sobresaltos, sin sorpresas. Por eso una gramática constituida nos permite decir “lo que todo el mundo dice”, aunque creamos que decimos cosas “novedosas”, y un esquema de pensamiento constituido es el que nos hace “pensar lo que todo el mundo piensa” aunque tengamos la impresión de que somos nosotros mismos los que pensamos. Desde esa perspectiva, tanto los positivistas como los críticos encarnan ya lo que Foucault llamó “el orden del discurso”, ese orden que determina lo que se puede decir y lo que se puede pensar, los límites de nuestra lengua y de nuestro pensamiento.

En ese marco, tengo la impresión de que la palabra experiencia o, mejor aún, el par experiencia/sentido, permite pensar la educación desde otro punto de vista, de otra manera. Ni mejor ni peor, de otra manera. Tal vez llamando la atención sobre aspectos que otras palabras no permiten pensar, no permiten decir, no permiten ver. Tal vez configurando otras gramáticas y otros esquemas de pensamiento. Tal vez produciendo otros efectos de verdad y otros efectos de sentido. Y lo que he hecho, o he intentado hacer, con mayor o menor fortuna, es explorar lo que la palabra experiencia nos permite pensar, lo que la palabra experiencia nos permite decir, y lo que la palabra experiencia nos permite hacer en el campo pedagógico. Y para eso, para explorar las posibilidades de un pensamiento de la educación elaborado desde la experiencia, hay que hacer, me parece, dos cosas: reivindicar la experiencia y hacer sonar de otro modo la palabra experiencia.

En primer lugar, hay que reivindicar la experiencia, darle una cierta dignidad, una cierta legitimidad. Porque, como ustedes saben, la experiencia ha sido menospreciada tanto en la racionalidad clásica como en la racionalidad moderna, tanto en la filosofía como en la ciencia.

En la filosofía clásica, la experiencia ha sido entendida como un modo de conocimiento inferior, quizá necesario como punto de partida, pero inferior: la experiencia es solo el inicio del verdadero conocimiento o incluso, en algunos autores clásicos, la experiencia es un obstáculo para el verdadero conocimiento, para la verdadera ciencia. La distinción platónica entre el mundo sensible y el mundo inteligible equivale (en parte) a la distinción entre doxa y episteme. La experiencia es, para Platón, lo que se da en el mundo que cambia, en el mundo sensible, en el mundo de las apariencias.

Por eso el saber de experiencia está más cerca de la opinión que de la verdadera ciencia, porque la ciencia es siempre de lo que es, de lo inteligible, de lo inmutable, de lo eterno. Para Aristóteles la experiencia es necesaria pero no suficiente, no es la ciencia misma sino su presupuesto necesario. La experiencia (empeiria) es inferior al arte (techné) y a la ciencia, porque el saber de experiencia es conocimiento de lo singular y la ciencia solo puede serlo de lo universal. Además, la filosofía clásica, como ontología, como dialéctica, como saber según principios, busca verdades que sean independientes de la experiencia, que sean válidas con independencia de la experiencia.

La razón tiene que ser pura, tiene que producir ideas claras y distintas, y la experiencia es siempre impura, confusa, demasiado ligada al tiempo, a la fugacidad y la mutabilidad del tiempo, demasiado ligada a situaciones concretas, particulares, contextuales, demasiado vinculada a nuestro cuerpo, a nuestras pasiones, a nuestros amores y a nuestros odios. Por eso hay que desconfiar de la experiencia cuando se trata de hacer uso de la razón, cuando se trata de pensar y de hablar y de actuar racionalmente. En el origen de nuestras formas dominantes de racionalidad, el saber está en otro lugar distinto del de la experiencia. Por tanto el logos del saber, el lenguaje de la teoría, el lenguaje de la ciencia, no puede ser nunca el lenguaje de la experiencia.

En la ciencia moderna lo que le ocurre a la experiencia es que es objetivada, homogeneizada, controlada, calculada, fabricada, convertida en experimento. La ciencia captura la experiencia y la construye, la elabora y la expone según su punto de vista, desde un punto de vista objetivo, con pretensiones de universalidad. Pero con eso elimina lo que la experiencia tiene de experiencia y que es, precisamente, la imposibilidad de objetivación y la imposibilidad de universalización.La experiencia es siempre de alguien, subjetiva, es siempre de aquí y de ahora, contextual, finita, provisional, sensible, mortal, de carne y hueso, como la vida misma. La experiencia tiene algo de la opacidad, de la oscuridad y de la confusión de la vida, algo del desorden y de la indecisión de la vida. Por eso, en la ciencia tampoco hay lugar para la experiencia, por eso la ciencia también menosprecia la experiencia, por eso el lenguaje de la ciencia tampoco puede ser el lenguaje de la experiencia.

De ahí que, en los modos de racionalidad dominantes, no hay logos de la experiencia, no hay razón de la experiencia, no hay lenguaje de la experiencia, por mucho que esas formas de racionalidad hagan uso y abuso de la palabra experiencia. Y, si lo hay, se trata de un lenguaje menor particular, provisional, transitorio, relativo, contingente, finito, ambiguo, ligado siempre a un espacio y a un tiempo concreto, subjetivo, paradójico, contradictorio, confuso, siempre en estado de traducción, un lenguaje como de segunda clase, de poco valor, sin la dignidad de ese logos de la teoría que dice, en general, lo que es y lo que debería ser. Entonces, lo primero que hay que hacer, me parece, es dignificar la experiencia, reivindicar la experiencia, y eso supone dignificar y reivindicar todo aquello que tanto la filosofía como la ciencia tradicionalmente menosprecian y rechazan: la subjetividad, la incertidumbre,la provisiona-lidad, el cuerpo, la fugacidad, la finitud, la vida... Pero no es bastante con reivindicar la experiencia. Es importante también hacer sonar la palabra experiencia de un modo particular, con cierta amplitud, con cierta precisión. Para ello, voy a enunciar ahora algunas precauciones en el uso (o, mejor, en la sonoridad) de la palabra experiencia que, para mí, tienen especial relevancia.

La primera precaución consiste en separar claramente experiencia de experimento, en descontaminar la palabra experiencia de sus connotaciones empíricas y experimentales. Se trata de no hacer de la experiencia una cosa, de no objetivarla, no cosificarla, no homogeneizarla, no calcularla, no hacerla previsible, no fabricarla, no pretender pensarla científicamente o producirla técnicamente. La segunda precaución consiste en quitarle a la experiencia todo dogmatismo, toda pretensión de autoridad. Ustedes saben que muchas veces la experiencia se convierte en autoridad, en la autoridad que da la experiencia. Ustedes saben cuántas veces se nos dice, desde la autoridad de la experiencia, qué es lo que deberíamos decir, lo que deberíamos pensar, lo que deberíamos hacer.

Pero la experiencia, lo que hace, precisamente, es acabar con todo dogmatismo: el hombre experimentado es el hombre que sabe de la finitud de toda experiencia, de su relatividad, de su contingencia, el que sabe que cada uno tiene que hacer su propia experiencia. Por tanto, se trata de que nadie deba aceptar dogmáticamente la experiencia de otro y de que nadie pueda imponer autoritariamente la propia experiencia a otro.

La tercera precaución consiste en separar claramente experiencia de práctica. Y eso significa pensar la experiencia no desde la acción sino desde la pasión, desde una reflexión del sujeto sobre sí mismo desde el punto de vista de la pasión. El sujeto de la experiencia no es, en primer lugar, un sujeto activo, sino que es un sujeto pasional, receptivo, abierto, expuesto. Lo que no quiere decir que sea pasivo, inactivo: de la pasión también se desprende una epistemología y una ética, tal vez incluso una política, seguramente una pedagogía. Pero se trata de mantener siempre en la experiencia ese principio de receptividad, de apertura, de disponibilidad, ese principio de pasión, que es el que hace que, en la experiencia, lo que se descubre es la propia fragilidad, la propia vulnerabilidad, la propia ignorancia, la propia impotencia, lo que una y otra vez escapa a nuestro saber, a nuestro poder y a nuestra voluntad.

También hay que evitar, como cuarta precaución, hacer de la experiencia un concepto. Yo creo que el lector académico, el lector investigador, tanto el teórico como el práctico, quiere llegar demasiado pronto a la idea, al concepto. Es un lector que está siempre apresurado, que quiere apropiarse demasiado pronto de aquello que lee, que quiere usarlo demasiado rápidamente. A mí me pasa a veces, cuando hablo de la experiencia un tanto oblicuamente, cuanto trato de señalarla sin determinarla, que consigo una cierta atención pero, al mismo tiempo, me da la impresión de que provoco un cierto desasosiego. Algo así como “todo bien profesor, muy interesantes sus palabras, muy sugerente su exposición, pero ¿cuál es su idea de experiencia? ¿qué es lo que entiende exactamente por experiencia? ¿qué sería entonces pensar al profesor o al alumno como sujetos d experiencia? ¿cómo podría pensarse la formación del profesorado desde la experiencia? ¿cuál es su concepto de experiencia? ¿qué es exactamente la experiencia?”. Me parece que si la función de los conceptos, como alguna vez escribió María Zambrano, es tranquilizar al hombre que logra poseerlos, a lo mejor querer llegar demasiado pronto al concepto sea como querer tranquilizarse demasiado pronto. Además no estoy seguro de que la pregunta “¿qué es?” sea la mejor pregunta ni la más importante. Y a veces, precisamente para no llegar demasiado deprisa, para que los procesos de elaboración de sentido sean más lentos, menos superficiales, menos tranquilos, más intensos, hay que resistirse a responder a esas preguntas por el concepto, hay que resistirse a la pregunta “¿qué es?”, hay que resistirse a hacer de la experiencia un concepto, hay que resistirse a determinar lo que es la experiencia, a determinar el ser de la experiencia. Es más, tal vez haya que pensar la experiencia como lo que no se puede conceptualizar, como lo que escapa a cualquier concepto, a cualquier determinación, como lo que resiste a cualquier concepto que trate de determinarla… no como lo que es sino como lo que acontece, no desde una ontología del ser sino desde una lógica del acontecimiento, desde un logos del acontecimiento. Personalmente, he intentado hacer sonar la palabra experiencia cerca de la palabra vida o, mejor, de un modo más preciso, cerca de la palabra existencia. La experiencia sería el modo de habitar el mundo de un ser que existe, de un ser que no tiene otro ser, otra esencia, que su propia existencia: corporal, finita, encarnada, en el tiempo y en el espacio, con otros. Y la existencia, como la vida, no se puede conceptualizar porque siempre escapa a cualquier determinación, porque es en ella misma un exceso, un desbordamiento, porque es en ella misma posibilidad, creación, invención, acontecimiento. Tal vez por eso se trata de mantener la experiencia como una palabra y no hacer de ella un concepto, se trata de nombrarla con una palabra y no de determinarla con un concepto. Porque los conceptos dicen lo que dicen, pero las palabras dicen lo que dicen y además más y otra cosa. Porque los conceptos determinan lo real y las palabras abren lo real. Y la experiencia es lo que es, y además más y otra cosa, y además una cosa para ti y otra cosa para mí, y una cosa hoy y otra mañana, y una cosa aquí y otra cosa allí, y no se define por su determinación sino por su indeterminación, por su apertura.

La quinta precaución consiste en evitar hacer de la experiencia un fetiche o, lo que sería aún peor, un imperativo. Hace unos días, en la cantina de alguna Facultad de Educación, comenzó una broma a propósito de un tipo que quería escapar a la determinación de su signo zodiacal, que decía que él no tenía signo zodiacal, que no se sentía ni piscis ni virgo ni acuario ni nada... ahí alguien contó que, en una ocasión, en la Argentina, se atrevió a decir que él no-tenia inconsciente, que hacía varios años que venia buscando su inconsciente pero que nunca lo había encontrado...y, naturalmente, todos los argentinos presentes dijeron que sí que tenía inconsciente, que cómo no iba a tener, que tenía inconsciente aunque no lo supiera, que todos tenemos inconsciente... alguien dijo después que cuando los españoles llegaron a América tenían ciertas dudas sobre si los indios tenían alma... aunque luego decidieron que sí que tenían alma, aunque ellos no lo supieran,y que era necesario salvar su alma, aunque ellos no vieran la necesidad... alguien dijo que algo parecido ocurre en España ahora con esa cuestión del multiculturalismo, que cuando llega un emigrante de África, después de muchas penalidades, alguien le dice que aquí todos tenemos cultura y que él, naturalmente, tiene la suya, y que además la vamos a reconocer y la vamos a respetar e, incluso, como ya pasa en algunas escuelas, se la vamos a enseñar. Quiero decir que ya se nos ha implantado un signo zodiacal, un inconsciente, un alma, una cultura... aunque no veamos la necesidad... y a ver si ahora se nos va a implantar también una experiencia y todos vamos a tener que empezar a buscarla, a reconocerla y a elaborarla. En el campo educativo, primero se trataba de la vocación, del amor a los niños y de esas cosas. Luego, con toda esa retórica humanista y neohumanista, de lo que se trataba es de que, para ser educador, había que tener una “idea de hombre”, y ahí andábamos tratando de elaborar esa idea tan rara. Más tarde trataron de que desarrolláramos competencias técnicas profesionales al modo de los profesionales de otras áreas técnicocientíficas.

Era la época en que se usaba tanto la comparación entre los pedagogos y los médicos o los ingenieros. Luego nos mandaron que reflexionáramos sobre la práctica, que desarrolláramos nuestra conciencia reflexiva. Y a ver si ahora nos van a mandar que identifiquemos y elaboremos nuestra experiencia personal. Eso sería convertir la experiencia en un fetiche y en un imperativo, como son un fetiche y un imperativo el signo zodiacal, el alma, la identidad profesional, la cultura, la idea de hombre, la vocación, la conciencia crítica, el inconsciente y todas esas cosas que nos dicen que tenemos aunque no lo sepamos, que nos dicen que deberíamos tener aunque nunca hayamos sentido la necesidad, y que nos dicen que tenemos que aprender a buscar, a reconocer y a elaborar.

La sexta y la última precaución consiste en tratar de hacer de la palabra experiencia una palabra afilada, precisa, una palabra, incluso, difícil de utilizar, y eso para evitar que todo se convierta en experiencia, que cualquier cosa sea experiencia, para evitar que la palabra experiencia quede completamente neutralizada y desactivada. Tal vez por eso lo que he intentado hacer en mis escritos, mejor o peor, es decir lo que la experiencia no es, como para limpiar un poco la palabra pero al mismo tiempo para dejarla libre y suelta, para dejarla lo más vacía y lo mas indeterminada posible.

Y lo mismo ocurre con los lenguajes de la experiencia, con la narración, con el ensayo, con la crónica, que hay que reivindicarlos, pero que hay que procurar al mismo tiempo no normativizarlos y no trivializarlos y no hacer de ellos tampoco ni una moda, ni un fetiche ni un imperativo. En fin, que por ahí andamos, dándole vueltas a eso de la experiencia y de los lenguajes de la experiencia, y pensando a veces que si la experiencia comienza a ser tratada en el campo pedagógico como una cosa, y empiezan a abundar los científicos o los técnicos de la experiencia, si la experiencia empieza a funcionar dogmáticamente, y empiezan a abundar los que se amparan en la autoridad de la experiencia, si se empieza a subordinar la experiencia a la práctica y se hace de ella un componente de la práctica, algo que tiene que ver con la mejora de la práctica, si se empieza a hacer de la experiencia un concepto bien definido y bien determinado, si la experiencia empieza a funcionar en el campo pedagógico como un fetiche o como un imperativo, si la palabra experiencia empieza a ser una palabra demasiado fácil... entonces vamos a tener que dejársela al enemigo y, aunque sólo para llevar la contraria, vamos a tener que empezar a reivindicar la inexperiencia y a explorar lo que la palabra inexperiencia (o el par inexperiencia/sinsentido) nos puede ayudar a decir, a pensar y a hacer en el campo pedagógico... Hasta aquí tres cosas. Primero, una invitación a explorar el par experiencia/sentido como alternativa o como suplemento a un pensamiento de la educación elaborado desde el par ciencia/técnica o desde el par teoría/práctica. Segundo, la necesidad de reivindicar la experiencia y de darle una cierta legitimidad en el campo pedagógico. Y tercero, algunas precauciones para que ese pensamiento de la experiencia, o desde la experiencia, no se vuelva contra la experiencia y la haga, otra vez, imposible, y la deje, otra vez, sin lenguaje. Hasta aquí un discurso, digamos, positivo, constructivo, de esos con los que es fácil identificarse, con los que es fácil estar de acuerdo. A partir de ahora voy a colocar mi discurso en un lugar un poco más radical, un poco más difícil, un poco más arriesgado. Para dar un cierto sentido a eso de la experiencia y de los lenguajes de la experiencia y, sobre todo, para ponerles a ustedes (y a mí mismo) ciertas dificultades, quizá para compartir con ustedes algo que me inquieta, algo que todavía no sé cómo pensar pero que tengo la sensación de que merece ser escuchado, voy a leer tres textos sobre la experiencia, tres textos de esos que casi te dejan sin palabras, tan radicales que casi nos colocan en eso de la inexperiencia y el sinsentido con lo que bromeaba hace un momento.

Voy a comenzar leyendo el principio de una conferencia pronunciada en Hamburgo por el escritor húngaro Imre Kertész, el autor de la trilogía sobre la falta de destino3. El primer fragmento dice así: “... el conferenciante (...) nació en el primer tercio del siglo XX, sobrevivió a Auschwitz y pasó por el estalinismo, presenció de cerca, como habitante de Budapest, un levantamiento nacional espontáneo, aprendió, como escritor, a inspirarse exclusivamente en lo negativo, y seis años después del final de la ocupación rusa llamada socialismo (...), encontrándose en el interior de ese vacío voraginoso que en las fiestas nacionales se denomina libertad y que la nueva constitución define como democracia, se pregunta si sirven de algo sus experiencias o si ha vivido del todo en vano”. Tenemos, para empezar, una vida que atraviesa el siglo, que padece la historia del siglo, y que se pregunta si sus experiencias sirven de algo o si ha vivido su vida en vano. Si sus experiencias no sirven de nada, entonces habrá vivido su vida en vano. Sus experiencias son su vida, lo que a él le ha pasado, lo que él ha vivido. Por eso su pregunta tiene que ver con el valor y el sentido de esa vida tanto para sí mismo como para los otros. Una vida en vano es una vida sin sentido y sin valor, ni para uno mismo ni para los otros, y sentido y valor no es lo mismo que utilidad, una vida en vano no es lo mismo que una vida inútil puesto que una vida puede ser vanamente útil.

El texto continúa así: “... cuando hablo de mis experiencias, me refiero a mi persona, a la formación de mi personalidad, al proceso cultural-existencial que los alemanes llaman Bildung, y no puedo negar que la historia ha marcado de lleno con su sello las experiencias que han marcado mi personalidad”. Se diría que Kertész nombra aquí la relación clásica entre experiencia y formación: la experiencia es lo que me pasa y lo que, al pasarme, me forma o me transforma, me constituye, me hace como soy, marca mi manera de ser, configura mi persona y mi personalidad. Por eso el sujeto de la formación no es el sujeto de la educación o del aprendizaje sino el sujeto de la experiencia: es la experiencia la que forma, la que nos hace como somos, la que transforma lo que somos y lo convierte en otra cosa. Y lo que parece decir Kertész es que la historia ha producido las experiencias que han determinado su personalidad. Lo que él es lo es por las experiencias históricas que ha vivido, por el modo como ha vivido lo que su tiempo le ha dado a vivir, le ha hecho vivir. Pero: “... por otra parte, podemos definir como rasgo más característico del siglo XX precisamente el haber barrido de manera completa a la persona y a la personalidad. ¿Cómo establecer pues una relación entre mi personalidad formada por mis experiencias y la historia que niega a cada paso y hasta aniquila mi personalidad?”. Es como si lo que el siglo XX nos hubiera dado a vivir fueran unas experiencias encaminadas a destruir a la persona y a la personalidad. Y aquí esta la primera paradoja: las experiencias de este siglo han determinado mi personalidad, pero esas experiencias tienen como efecto, precisamente, el destruir la personalidad: lo que determina mi personalidad es que mi personalidad ha sido destruida. Y continúa: “... quienes vivieron al menos uno de los totalitarismos de este siglo, sea la dictadura nazi, sea la de la hoz y el martillo, compartirán conmigo la inevitable preocupación por este dilema. Porque la vida de todos ellos ha tenido un tramo en que parecían no vivir sus propias vidas, en que se encontraban a sí mismos en situaciones inconcebibles, desempeñando papeles difícilmente explicables para el sentido común y actuando como nunca hubieran actuado si hubieran dependido de su sano juicio, en que se veían forzados a elegir opciones que no les venían del desarrollo interno de su carácter, sino desde una fuerza externa parecida a una pesadilla. No se reconocían en absoluto en estos tramos de sus vidas que más tarde recordaban de forma confusa y hasta trastornada; y los tramos que no lograron olvidar, pero que poco a poco, con el paso del tiempo, se convertían en anécdota y por tanto en algo extraño, no se transformaban en parte constitutiva de su personalidad, en vivencias que pudieran tener continuidad y construir su personalidad; en una palabra, de ningún modo querían asentarse como experiencia en el ser humano”. Lo que yo he vivido, parece decir Kertész, lo que millones de personas como yo han vivido, es la sensación de no haber vivido la propia vida, la sensación de no haber tenido una vida propia, una vida a la que se pueda llamar mía, una vida de la que nos podamos apropiar. Nosotros no hemos podido reconocernos a nosotros mismos en lo que nosotros vivíamos, por eso lo que nosotros hemos vivido no tiene nada que ver con nosotros, ha sido algo extraño a nosotros, y por eso no se ha podido convertir en parte de nuestra persona, de nuestra personalidad. El fragmento que quería leerles acaba así: “... la no elaboración de las experiencias y, en algunos casos, la imposibilidad incluso de elaborarlas: esa es, creo yo, la experiencia característica e incomparable del siglo XX”.La imposibilidad de elaborar las experiencias, de darles un sentido propio. Y si las experiencias no se elaboran, si no adquieren un sentido, sea el que sea, con relación a la vida propia, no pueden llamarse, estrictamente, experiencias. Y, desde luego, no pueden transmitirse. Permítanme ahora producir un eco entre este fragmento de Kertész y el famosísimo texto de Walter Benjamin titulado “El narrador”, un texto clásico para la comprensión de esa relación entre experiencia y sentido con la que estamos trabajando4. El texto, como todos ustedes saben, comienza con la constatación de la desaparición de la figura del narrador y, con ella, con la desaparición de la facultad de intercambiar experiencias. El primer párrafo de ese texto acaba con esta frase célebre: “... dirías que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias”. En este texto, el relato es el lenguaje de la experiencia, la experiencia se elabora en forma de relato, la materia prima del relato es la experiencia, la vida. Por tanto, si el relato desaparece, desaparece también la lengua con la que se intercambian las experiencias, desaparece la posibilidad de intercambiar experiencias. Pero el fragmento que quería leerles, igualmente famoso, está en el segundo párrafo y dice así:“... con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos. Todo aquello que diez años más tarde se vertió en una marea de libros de guerra, nada tenía que ver con experiencias que se transmiten de boca en boca. Y eso no era sorprendente, pues jamás las experiencias resultantes de la refutación de mentiras fundamentales significaron un castigo tan severo como el inflingido a la estratégica por la guerra de trincheras, a la económica por la inflación, a la corporal por la batalla material, a la ética por los detentadores del poder. Una generación que todavía había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró súbitamente a la intemperie, en un paisaje en el que nada había quedado sin cambios, excepto las nubes. Entre ellas, rodeado por un campo de fuerza de corrientes devastadoras y explosiones, se encontraba el minúsculo y quebradizo cuerpo humano”. Los hombres han vivido la Guerra pero están mudos, no pueden contar nada o, simplemente, no tienen nada que contar. Además, cuando llegan a casa, todo ha cambiado a su alrededor, se encuentran en un mundo que no comprenden, apenas frágiles y quebradizos cuerpos humanos, apenas pura vida desnuda, meros supervivientes. Y continúan mudos. En el centro de un campo de fuerzas tan devastador como incomprensible se quedan sin palabras. Las palabras que tenían, las que podían elaborar y transmitir en forma de relato unas experiencias aún propias o apropiables, ya no sirven. Y las palabras que podrían servir, aún no existen Kermés habla del nazismo o del estalinismo, Benjamin de la Primera Guerra, pero lo que dicenes lo mismo: no sé lo que me pasa, esto que me pasa no tiene sentido, no tiene que ver conmigo, no puede ser, no puedo comprenderlo, no tengo palabras. El tercer texto es de Giorgio Agamben, de un libro que se titula Infancia e historia. Ensayo sobre la destrucción de la experiencia, y les voy a leer el principio del prólogo5. El comienzo del texto es un homenaje a Benjamin, y dice así: “... en la actualidad, cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que ya no es algo realizable. Pues así como fue privado de su biografía, al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizá sea uno de los pocos datos ciertos que posee sobre sí mismo. Benjamin, que ya en 1933 había diagnosticado con precisión esa ‘pobreza de experiencia’ de la época moderna, señalaba sus causas en la catástrofe de la guerra mundial...”. Hasta aquí Benjamin: la imposibilidad de tener y transmitir experiencias. Pero el texto continúa: “... sin embargo hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un embotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en los trenes del subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se disipa lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros- sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia”. Benjamin y la Primera Guerra; Kertész, los regímenes totalitarios y ese vacío que se llama libertad o democracia; Agamben, la vida cotidiana en una gran ciudad. El siglo XX, un siglo en el que se ponen en funcionamiento masivo una serie de dispositivos que hacen imposible la experiencia, que falsifican la experiencia o que nos permiten desembarazarnos de toda experiencia (Agamben dice eso de la droga, que tal vez hubo una época en que las personas tenían la sensación de que con las drogas estaban haciendo nuevas experiencias, pero que la actual toxicomanía de masas funciona para que podamos desembarazarnos de toda experiencia). ¿Podemos entonces, sin impostura, seguir hablando de la experiencia? ¿no será que el discurso sobre la experiencia y la reivindicación de la experiencia pueden funcionar hoy con cierta facilidad precisamente porque tratan de algo que ya no existe? ¿no habrá que rechazar también la experiencia? A eso parece apuntar el mismo Agamben cuando escribe: “... nunca se vio sin embargo un espectáculo más repugnante de una generación de adultos que tras haber destruido hasta la última posibilidad de una experiencia auténtica, le reprocha su miseria a una juventud que ya no es capaz de experiencia. En un momento en que se le quisiera imponer a una humanidad a la que de hecho le ha sido expropiada la experiencia una experiencia manipulada y guiada como en un laberinto para ratas, cuando la única experiencia posible es horror o mentira, el rechazo a la experiencia puede entonces constituir provisoriamente- una defensa legítima”.

Como ven, en los textos que he leído se formulan tesis muy radicales. Ya no hay experiencia porque vivimos nuestra vida como si no fuera nuestra, porque no podemos entender lo que nos pasa, porque es tan imposible tener una vida propia como una muerte propia (igual que nuestra muerte es anónima, insignificante, intercambiable, ajena, igual que hemos sido despojados de nuestra muerte, nuestras vidas también son anónimas, insignificantes, intercambiables, ajenas, vacías de sentido, o dotadas de un sentido falso, falsificado, algo que se nos vende en el mercado como cualquier otra mercancía, piensen si no en todos los dispositivos sociales, religiosos, mediáticos, terapéuticos que funcionan para dar una apariencia de sentido, piensen si no en cómo compramos constantemente sentido, en cómo seguimos a cualquiera que nos venda un poco de sentido), porque la experiencia de lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa, porque la experiencia de nuestra lengua es que no tenemos lengua, que estamos mudos, porque la experiencia de quién somos es que no somos nadie.

La primera tesis es que la experiencia ha sido destruida y se nos da en cambio una experiencia falsa. La segunda tesis, correlativa de la primera, es que no hay lenguaje para elaborar la experiencia, que nos faltan palabras, que no tenemos palabras, o que las palabras que tenemos son tan insignificantes, tan intercambiables, tan ajenas y tan falsas como lo que nos pasa, como nuestra vida. La tercera tesis es que no podemos ser alguien, que todo lo que somos o lo que podemos ser ha sido fabricado fuera de nosotros, sin nosotros, y es tan falso como impuesto, que no somos nadie o que lo que somos es falso. Por lo tanto hablar de la experiencia, o de la formación, o de los lenguajes de la experiencia, es hablar de la más pura banalidad, o bien de algo que es falso, o bien de algo que solo existe como nostalgia o como deseo pero, en cualquier caso, como imposibilidad.

A partir de aquí podríamos hacer, me parece, varias cosas. La primera sería ir pensando lo que puede ser la experiencia o lo que puede significar reivindicar la experiencia o los lenguajes de la experiencia en el campo pedagógico después de esta imposibilidad, algo así como empezar a pensar sobre tierra quemada. Se trataría de que pensáramos si lo que Kertész, o Benjamin o Agamben dicen de la vida de las personas comunes de su época y de sí mismos se podría trasladar a nuestras vidas y, sobre todo, a la experiencia de ser profesor o de ser alumno, a la experiencia de habitar un espacio escolar, un espacio pedagógico, si se le podría dar un cierto sentido a que la experiencia de la escuela es una experiencia en la que no vivimos nuestra vida, en la que lo que vivimos no tiene que ver con nosotros, es extraño a nosotros, si de la escuela, tanto si somos profesores como alumnos, volvemos exhaustos y mudos, sin nada que decir, si la escuela forma parte de esos dispositivos que destruyen la experiencia o que lo único que hacen es desembarazarnos de la experiencia. La segunda posibilidad sería protestar, retroceder posiciones, y volver a formular unas tesis menos radicales, de esas que son más constructivas, que provocan más unanimidades. La tercera posibilidad sería pensar si es posible vivir honradamente, también en educación, la imposibilidad de la experiencia, la falta de sentido, la ausencia de palabras, la conciencia de que no somos nadie. Pero en realidad creo que la opción es de ustedes. Yo les propongo estos juegos y a ustedes les cabe, soberanamente, aceptarlos o modificarlos, o proponer otros, o ninguno.

El texto de Benjamin está atravesado de nostalgia, es un texto elegíaco. El texto de Kertész está atravesado de desesperación, es un texto desesperado. El texto de Agamben, entre nostálgico y desesperado, intenta abrir un espacio para pensar la experiencia de otro modo, no como algo que hemos perdido o como algo que no podemos tener, sino como algo que tal vez se da ahora de otra manera, de una manera para la que quizá aún no tenemos palabras. Y ahí es donde quisiera terminar esta conferencia sobre la experiencia y los lenguajes de la experiencia, en que quizá aún no tenemos palabras.

Muchas gracias, y les agradezco sinceramente su atención y su compañía, porque he tratado de formular perplejidades y no certezas, porque me siento cada vez más atónito y agradezco que hayan escuchado y tal vez compartido mi perplejidad, porque siento cada vez más claramente que no tengo nada que decir, y ustedes me han ayudado a decir que no tengo palabras... y me han ayudado a buscarlas.

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